Una noche del 18

por José, el de la quimera

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Versione italiana

Enrique entra por primera vez con dos amigos al famoso cabaret “L’Abbayé” , ubicado en la esquina de Esmeralda y Lavalle, para escuchar a aquel extraordinario pianista cuyo nombre era muy conocido a través de sus tangos. Ahí estaba, con Tito Roccatagliatta, Agesilao Ferrazzano, “Colinos” y Ricardo Brignolo, que nombres!, estrellas de la guardia vieja; Agesilao, con su violín, que estrenó con Roberto Firpo la “Cumparsita” en 1916; el impetuoso violín de Tito, pionero con Firpo y Arolas, en la primera década del siglo XX, lamentablemente consumido por el alcohol y la cocaína a la edad 34 años; Brignolo en bandoneón, compositor de “Chiqué”; "Colinos" es Nicolás di Masi en violín, autor de "La papita" y "La monjita".

Se bailaba en el Abbayé, pero más que bailar Enrique y sus amigos iban a conocer y a escuchar al pianista, que en plena guardia vieja, comenzaba a revolucionar el tango de la misma manera que otro grande, Federico Chopín, innovó la música clásica. Enrique aprecia los tangos de buen gusto y esta era la oportunidad para escuchar un nuevo estilo. Además, él y sus amigos tocaban discretamente el piano y trataban de imitar al pianista, de quién Cátulo Castillo más tarde diría: “la mano derecha abarcaba un intervalo de quinta justa: mi-si. Los dedos medio y anular sobre las teclas negras fa y sol sostenidos, completaban un acorde de Mi Mayor, con segunda agregada; … para realizar escalas y arpegios, su mano se movía armoniosa y reposadamente, aún cuando se trataba de desplazar el pulgar a través de cuatro o cinco teclas, debajo de la palma… Su mano se percibía liviana, las notas surgían limpiamente, con un touche acariciante y blando.”

Ahí estaba sobre la tarima esta figura varonil y atlética, casi en trance, sentado ante su piano de cola, deleitándolos con su arte, dejando traslucir su vigorosa pulsación.  No conocían personalmente a aquél monstruo del tango, y la timidez juvenil no les permitía hacerlo llamar con uno de los mozos para invitarlo a la mesa, presentarse como admiradores y ofrecerle una copa. Los tangos sonaban, unos tras otros, mientras las parejas bailaban sobre la roja alfombra insonora del cabaret y estos fieles adoradores escuchaban esta “misa” de media noche.

Estaba José María Soto y su compañera de siempre, un joven delgado, elegante alto y de finos modales, del barrio de Flores, que daba cátedra de baile como buen discípulo que era del gran bailarín Undarz (el Mocho). En su mesa, frente a la botella de champán colocada en el enfriador de metal estaba el Mono Althabe, joven estanciero, famoso por sus trajes de excelente corte, acompañado por Belem, de exótica belleza, que era su protegida favorita. En la puerta de entrada, abriendo el grueso y pesado cortinado de felpa, apareció la aristocrática figura de Martín de Alzaga Unzué (Macoco), un playboy del 18, que después de observar la sala con una amplia mirada panorámica, se fue del cabaret.

Repetidamente, un habitué muy gracioso, el pelado “Casimi” se cruzaba por la pista, un periodista de la época. Tambien se veía a Marcelo B., un gigante de 25 años, con buen apellido social, jugador de polo, “calavera” y gran admirador y amigo del pianista. Después de una pausa de la orquesta, que el pianista aprovechó para tomar un trago en su bock de cerveza, que el mozo le llenaba cuando lo veía vacío dejandolo al costado de la tapa del piano, volvieron a escuchar al quinteto que comenzó a ejecutar “Chiqué”, embellecido por un arreglo para violín compuesto anónimamente por el pianista, que realzaba la calidad del tema. Un día supieron que el pianista colaboraba desinteresadamente en la mayoría de los tangos que ejecutaba con su orquesta, agregando efectos de su inspiración. Tenía el mérito de introducir detalles y lirismo y poesía en tangos que otros aprovecharon como cosa propía. Tal es su generosidad. Quedó la sospecha que el tango “Elegante Papirusa” de Tito, fuera de nuestro pianista en realidad.


(1938)

Esta suposición se basa en que en su estructura original y melodía se observan claros parecidos con otras obras del pianista, quién cuando empezó a conocerse este tango, vivía con Tito y el padre de este en la calle Anchorena, entre Arenales y Santa Fe. Como dice Enrique: identificar por medio de la música la autenticidad de su autor es para un entendido lo que para Cuvier fuera reconstruir con el hallazgo de un solo hueso, la especie y época a que pertenece un fósil.

Fue nuestro pianista el músico inspirador de la escuela decariana, desarrollada por los hermanos De Caro en el 24 con la formación del famoso Sexteto, que permitió la innovación, a través de nuevos arreglos y del uso de partituras, de las obras de grandes compositores como Eduardo Arolas o Agustín Bardi. Definió claramente la función conductora del piano en la orquesta típica, incorporando dibujos musicales en los vacíos melódicos de los temas.

Cuando entraron al cabaret a Enrique y sus amigos les llamó la atención ver en los amplios espejos del cabaret escrito con agua de tiza y letras grandes “Orquesta  Goubian”; y eso los confundió, pensando que se habían equivocado de local, porque ese no era el nombre del pianista. En realidad, nuestro personaje era desertor de sus deberes militares y no quería revelar publicamente su nombre verdadero.

Su orquesta típica del año 1923 sonaba así (en bandoneón: Pedro Maffia y Luis Petrucelli; violines: Agesilao Ferrazano y Julio De Caro; contrabajo: Humberto Constanzo):

Despúes, el pianista se fue a Estados Unidos por un amor, y entre otras cosas, para actuar junto a Rodolfo Valentino; lo escuchamos ejecutar en esta grabacion de 1928:

Las andanzas de nuestro pianista, en New-York:

http://www.tangoreporter.com/nota-cobian.html

En 1928, de nuevo en Buenos Aires, con un joven Francisco Fiorentino, de 23 años, luego cantor de Troilo, como estribillista:

Si querés bajar el disco completo de la orquesta del 23, entrá acá:

http://www.eltangoysusinvitados.com

Años más tarde, Enrique y el pianista habrán de escribir temas memorables como “Nostalgias”, “Niebla del Riachuelo” y “Los Mareados”. Este último, Francisco Fiorentino lo canta así en 1942:

Esa noche de 1918, Enrique Cadícamo tenía 18 años y Juan Carlos Cobián tenía 22 años.

Fuente

El Desconocido Juan Carlos Cobián, 1976, por Enrique Cadícamo, Editorial Rueda.